Jean Dubuffet (1901-1985) emprendió su vida de pintor en los oscuros días de la Ocupación, cuando tenía ya más de cuarenta años y tras varias tentativas fracasadas, como él mismo contaba, de encontrar «la Entrada». Esa vocación tardía determinó su voluntad de mantenerse siempre en el umbral más primario de la pintura, en el suelo, cerca de los cimientos, sin dejarse deslumbrar por la actividad brillante de los pintores «profesionales», Colocado en esa posición, rechazó en bloque la tradición artística de la modernidad. Prefirió quedarse solo y aprender un trabajo de arqueología, entendido este término como un trabajo de excavación de los fundamentos de la Pintura misma.

 

deGranero Jean Dubuffet

Cuerpos de damas, Jean Dubuffet

Entre 1950 y 1954 Jean Dubuffet realizó una serie de lienzos con aspecto de espesas orografías terrestres. En ellos aspiraba a producir una cierta confusión entre el mundo físico y la invención mental, entre la tierra y el pensamiento, entre la cavilación de la conciencia y las edades geológicas de la tierra, entre la corporeidad del terreno y la incorporeidad del delirio. Los llamó así, Paisajes mentales. Escombros , líquenes, rocas, senderos en el barro, parecen representar el paisaje agrietado de un cerebro. Esta doble visión se obtiene gracias a la materia de que está hecho el cuadro: un mortero lanzado con grandes espátulas, que logra un efecto muy realista de terreno irregular y pedregoso, y que dan un inesperado relieve a los objetos (el automóvil, las figuras, la escalera, los meandros de las vías, etc.). Jean Dubuffet se aprovecha de esta ambigüedad de un mismo material, acentuado el carácter familiar de tierras y suelos, a la vez que los arroja a una realidad fantasmagórica, logrando así, su meta más buscada: «poner a la vida en apuros».

Desde que Jean Dubuffet lanzó en 1946 la consigna de «rehabilitar el barro», la materia pictórica, burdamente tratada, se va a convertir en el centro del discurso plástico del informalismo de la posguerra. Nunca se había visto nada parecido en la historia de la pintura, en la que había dominado una superficie inmaculada, tan transparente como el aire, y donde la textura se comportaba como una hermana insignificante y sumisa, sometida al conjunto. Jean Dubuffet se emplea a fondo contra esta opticalidad pura e intocable, contra el decorativismo que aislaba al cuadro de todo contagio de la vida real, y exhibe una nueva materialidad que elude las seducciones del ojo y las alegrías de la retina. El impulso de la existencia va haciéndose tangible a través del golpe de espátula, del arrebato del brochazo, del chorro de pintura, de la tela arañada, hendida o rasgada, de la argamasa amontonada, engordada, que forma costras, vapores chorreantes, terrenos pedregosos. El gesto esencial de todo pintor, dice, es «zambullir sus manos en un cubo lleno y, con sus palmas y sus dedos, masticar con sus tierras y sus pastas el muro que se le ofrece, amasarlo cuerpo a cuerpo, imprimiendo en él las huellas más inmediatas de su pensamiento, y de los ritmos y pulsos que laten en sus arterias y corren a lo largo de sus inervaciones».

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