Gustav Klimt se forma en la escuela de Hans Makart, un pintor de temas históricos muy reputado. En 1880, creaun taller de decoración, recibiendo encargos murales para palacios, teatros y museos. Sin embargo, atraído por el impresionismo y el simbolismo franceses, por Böcklin y Rodin, se aleja de esta actividad oficial.

 

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Palas Atenea, 1898.

 

La realización en 1898 de Palas Atenea supone su emancipación del arte oficial y la expresión de un gusto muy ecléctico, en la que destacan su gusto por los frescos egipcios, las cerámicas antiguas, la pintura medieval con fondo de oro y el mosaico bizantino.

Klimt practicó distintos géneros y técnicas: no fue sólo un virtuosos recreador de los mitos clásicos y las alegorías, sino que fue también un maestro del paisajismo como podemos apreciar en su obra El parque de 1910, un genio del retrato decorativo como se ve en Retrato de M. Stonborough- Witgenstein de 1905 y un completo renovador de la pintura mural. En este terreno, una de sus obras más audaces fue la decoración del comedor de la casa Stoclet, en Bruselas entre 1905 y 1911, la obra más ambiciosa del modernismo vienés y también su canto del cisne, realizada por el arquitecto H. Hoffmann y su Wiener Werkstätte (talleres artesanales), que, a juicio de Klimt, constituyó «la consecuencia final de mi evolución en el arte del ornamento».

 

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El parque, 1910

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Retrato de M. Stonborough-Wittgenstein, 1905.

«Hay que ocultar la profundidad. ¿Dónde? En la superficie». Esta idea formulada por Hofmannsthal es la mejor expresión del ideal artístico de Gustav Klimt (1862-1918), quien reduce la pintura a sus valores más superficiales, para realzar sus posibilidades ornamentales y abstractas, llevadas a un punto de exceso y audacia formal extremo, anegando a una Judith de carne y hueso en un bosque dorado artificial, en un ritmo frenético de arabescos, yemas, ruedas y palmas, con el que Klimt acaricia esa pintura abstracta que por esas fechas y no lejos de Viena (en la vecina Munich) estaba siendo explorada por Kandisky.

Klimt se salta todas las convenciones de yuxtaponer recursos plásticos heterogéneos (el volumen anatómico y el paisaje plano) y espacios que no se corresponden en su escala, al potenciar con toda libertad el contraste entre el naturalismo del rostro y del desnudo y el refinado fondo de oro, cuyo lujoso bizantinismo se prolonga en los adornos del collar y la coraza aportando una confusión fantástica y preciosista.

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Judith I, 1901.

 

Para Klimt, el universo íntimo del erotismo femenino posee la plasticidad más potente de que es capaz el cuerpo humano. La ambigüedad enigmática de esta primera Judith es muy representativa de  su manera de tratar lo femenino. La hipersensibilidad nerviosa, casi neurasténica, la corporeidad vibrante, la mirada imperiosa y a la vez deseante, la tez iridisciente, la sonrisa cruel, vampírica, quedan envueltas y como disimuladas por un ropaje que da trascendencia a la sensualidad física y a la obsesión por la fugacidad del placer, sin que ello impida el sentimiento de un fondo de desesperación trágica.

Su orgullo dominador y su potencia mortífera expresan una de las metáforas más queridas de esta generación: la «belleza medusea». Medusa (figura que `residía la entrada del edificio de la Secesión) es, de entre los mitos griegos, la encarnación de lo infernal: una divinidad de rostro frontal y expresión fiera, con cabellos de serpiente y dientes de jabalí, cuya mirada deja petrificado a quien se cruza con ella, precipitándole en el infierno. Medusa simboliza la fusión entre la fascinación por el amor y el acecho de la muerte, en una época en que la mujer empezaba a dar  amenazantes signos de su deseo de emancipación de la tutela masculina.

 

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Salomé, 1909.

 

Pero junto a la Judith intemporal, hay también en el semblante de esta heroína, que sostiene aún entre sus manos la cabeza de  Holofernes, en su belleza burguesa y temporal, algo de esas vienesas de la alta sociedad que desvelaban sus obsesiones más calladas en el diván de Sigmund Freud.

Klimt fue uno de los fundadores de la vanguardia austriaca, la Secesión (1897), movimiento paralelo a otras versiones europeas del modernismo. Estos jóvenes sospechaban de la «vulgar claridad de las cosas» y predicaban un nuevo concepto de verdad: abismo, profundidad y, a cambio, la forma como salvación: «Sólo la forma tiene sentido, el espíritu vive con un mínimo de palabras».

Se agruparon en torno a la revista Ver Sacrum, título nietzscheano (el mito de la renovación de la naturaleza, también usado por Stravinsky en su Consagración de la Primavera) con el que querían expresar su rebelión contra una tradición barata y empalagosa que gozaba de gran acogida en la sociedad austrohúngara, y su deseo de llevar a la aterida Viena la borrasca primaveral y su lluvia fecundante (El árbol de la vida, 1911).

 

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El árbol de la vida (Comedor de la casa Stoclet), 1911.

La gran utopía del fin de siglo fue la «obra total», es decir, el deseo de fundir en una sola todas las artes, inspirándose en la concepción wagneriana de la ópera. Los secesionistas, entusiastas defensores del Arte con mayúscula y sin adjetivos, se esforzaron en poner fin al divorcio entre artes aplicadas y bellas artes.

En Judith I Klimt busca una fusión entre el trabajo artístico y el artesanal ensalzando la continuidad formal entre la tela y el marco, tallando, en una tipología modernista, el título en la madera y desplegando sobre sus ángulos superiores una decoración organicista estilizada acorde con los elementos florales pintados.

Como toda su generación, Klimt se adscribe a una estética simbolista, que concibe el arte como un reino sublime y un triunfo sobre la vida. Esta visión casi religiosa da a la obra de arte la fuerza de una revelación y de un consuelo, una especie de paraíso en la tierra, e impone un alejamiento de la vida real, el refugio en un mudo de sueños y mitos donde todo se carga de símbolos y se transfigura en cuento de hadas.

 

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