Gustave Caillebotte (1848-1893), de profesión ingeniero naval, ha sido un pintor infravalorado y sus obras, oscurecidas por el brillante vanguardismo de los impresionistas, han pasado por las de un esmerado y ferviente aficionado. Era un rico y tímido solterón, vecino de Monet, cuya lealtad a la pintura no tenía límites.

La intuición más inteligente de los artistas de esta generación fue ésta: que la ciudad era un lugar ideal para hablar de lo que les sucede a los individuos. Hasta entonces, la vida de la calle había sido sentida como el ámbito de lo inauténtico, un lugar de peligro, de mentiras y de crimen, frente al hogar, ámbito de la seguridad y garantía de la decencia.

 

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Calle de París, tiempo lluvioso, 1877.

 

Pero desde mediados de siglo, se advierte un quiebro en los sentimientos y, a la vez que la vida familiar se vuelve opresiva, el individuo se siente tentado por la calle y se echa en brazos de la multitud, en busca de experiencias desconocidas: el anonimato, la indolencia del callejeo, el placer de la circunstancia. Se consuma así la definitiva ruptura con la naturaleza: frente al claro de luna, la farola de gas; frente a la ruina gótica, la estación de ferrocarril; frente al poeta, el empleado de comercio.

 

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Acuchilladores, 1875.

 

Muchos poetas definieron con la imagen el nuevo espacio urbano parisino: el desierto. Caillebotte hace del «vacío» un centro temático del cuadro por medio de su profundidad ilusionista («hay en esta obra espacio, una gran cantidad de espacio», dirá elogiosamente un crítico) (Acuchilladores, 1875). Frente a todo colorismo, Caillebotte despliega toda la desolación de un día gris y otoñal de luz plomiza, y destaca el húmedo adoquinado, su superficie plateada, el realce pétreo de su curvatura, las hendiduras empapadas de lluvia. Ese vacío urbano despide un efecto de silencio, que fue también una de las alteraciones que trajo consigo la modernización urbana. Frente a la parlanchina ciudad tradicional, explica R. Sennett, en la urbe industrial la gente comenzó a ver las palabras de los extraños como una intromisión y a reclamar el derecho al silencio como una protección de su intimidad.

Es cierto que, con su factura tersa, esta obra (Calle de París, tiempo lluvioso) se instala en un lenguaje confortablemente respetuoso con la tradición. Sin embargo, tenía algo inédito, una fresca y nada retórica sensación de vida real, de cotidianeidad intrascendente muy poderosa, en la que, si bien el tema constituye una parte esencial del cuadro, no se insiste en él cómo si fuese lo significativo de la obra. Esa expresividad tan moderna es debida, seguramente a la composición occidental, de inspiración fotográfica, en la que Cailebotte corta arbitrariamente la escena, dejando casi fuera del encuadre a la pareja protagonista, mientras a la izquierda muestra la calle desnuda, con unos transeúntes ocasionales. Así que no sólo es urbana la escena, sino también el punto de vista: dilatado, como los espaciosos panoramas de los bulevares; dinámico, con sus personajes que avanzan en distintas direcciones; indiferente hacia los valores humanos tradicionales.

Como dijo Benjamín, París es la «capital del siglo XIX» y así se lo decimos a nuestros alumnos de clases de pintura en Madrid. Una ciudad ultramoderna, al servicio del capitalismo ascendente y la especulación inmobiliaria, fruto de las operaciones urbanísticas de Napoleón III tras el fracaso de las insurreciones del 48 y la instauración del «reinado de banqueros». Bajo la dirección del barón Haussmann, un equipo de urbanistas «regulariza» el espacio urbano y cambia su morfología: bulevares anchos y rectilíneos, cómodas aceras, grandes ejes de tráfico, una nueva pavimentación, un alcantarillado moderno que drena las aguas de la lluvia, bloques de viviendas de alturas uniformes y farolas de gas… Es éste París el inmortalizado por Caillebotte: una de esas intersecciones en las cercanías de la estación de Saint-Lazare, zona que odiaba Victor Hugo porque representaba el triunfo del utilitarismo: «ya no hay calles anárquicas, no más caprichos, no más glorietas en meandro… ¡Alineación! Eres la contraseña del día». Caillebotte expone el poder riguroso lleno de tensiones que subyace en este París mecánico, desnudo de árboles y vegetación. No es la chispeante y sociable capital de Renoir. Es un París higiénico, sin charcos ni barro, de tráfico ordenado, donde no queda nada de la vieja ciudad caótica y heterogénea, con su ajetreo de mendigos, carruajes y vendedores, con sus rincones pintorescos.

 

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EL puente de Europa, 1876.

 

Se acabó el anhelo romántico de lo Absoluto. Ahora lo que se impone es esa otra mitad del arte, su mitad moderna, como dijo Baudelaire, hecha de sensaciones transitorias, innecesarias y banales, Y es la ciudad la que ofrece ese «envoltorio divertido, titilante, el aperitivo del pastel divino». Si la ciudad es moderna es porque su encarnadura está hecha de velocidad, divergencia; fugacidad de los encuentros, de las miradas, de los roces (El puente de Europa, 1876). Son esas sensaciones las que captura Caillebotte: el impulso con el que se avanza,  la indiferencia con la que los transeúntes se cruzan entre sí, la mirada ausente de la pareja protagonista, que se ve asaltada por imágenes inconexas, pasajeras, que no dejarán huella pasajera.

Esperamos que hayas disfrutado de este artículo al igual que nuestros alumnos de clases de pintura en Madrid.

 

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