Edward Hopper (1882-1967) es un pintor de difícil clasificación. De temperamento sobrio como su pintura, autodidacta de refinada cultura europea (admirador de Goethe, de Baudelaire, de Courbet), su celebridad procede de un tópico: es el pintor americano por excelencia. En este país y volcado sobre el trabajo, con una puritana aversión por las imágenes, para el que la pintura era una ocupación de europeos ociosos y de aristócratas que no merecía gran consideración, construyó su tradición artística con lentitud y dudas. Y sería Hopper el encargado de encarnar la imagen de la Ámerica moderna, en un periodo de nacionalismo artístico beligerante.

Pero aunque sea cierto que la costa Este, en las inmediaciones del Hudson, con su atmósfera luminosa y transparente impregnaba su sentido del paisaje y su cultura visual, para él era un reduccionismo inadmisible ser considerado como un artista nacional: «Me pone furioso todo ese revuelo sobre la American Scene. Yo no me presento más que a mí mismo».

Hopper supo capturar la desolación inherente a la gran ciudad. Instalado en su casa-taller de Washington Square convertirá a Nueva York en su escenario urbano predilecto. No se trata de la ciudad alegre y bulliciosa de los impresionistas, sino de la ciudad in absentia, vacía y sin tráfico, hecha de retazos de vida solitaria captados a través de una ventana: edificios victorianos, rutinarios matrimonios de clase media, acomodadoras de cine, oficinistas y secretarias, drugstores en la noche con sus clientes rezagados, gasolineras y mujeres maduras en habitaciones de hotel. Una ciudad dominada por la indolencia, poblada por habitantes inmóviles y en silencio, por seres extraños entre sí que conviven sin mirarse, y donde la reserva, el deseo y la violencia ejercen un poder de intensa sugestión, propiciada no tanto por la expresión del rostro, siempre borrosoa, como por la posición y los gestos del cuerpo. Pues como asegura Sennett, a comienzos del siglo, con el nacimiento del capitalismo urbano, los intentos de convertir al hogar en un ámbito de claridad y orden, en un refugio para la vida interior y la intimidad personal, fracasaron y el espacio doméstico devino un reino de aislamiento e inhibición afectiva. «Nadie comprende a nadie», parece ser la conclusión de éste y otros lienzos. . Hopper examina la vida en lo que tiene de experiencia del aislamiento, de silencio anímico, como el de esa joven esposa que, en palabras de Bonnefoy, «está a punto de posar un dedo sobre el teclado del piano, sólo un dedo, desganadamente, para escuchar la vibración de una nota, bella metáfora de todo lo que le falta en su vida».

Y, si Hopper prefiere observar la intimidad femenina es porque la supone menos convencida que al hombre de las ventajas de la sociedad que ve erigirse; menos dispuesta a preferir los resultados de la Bolsa o de las carreras de caballos que el duelo de una nota musical en medio del otoño neoyorkino.

 

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Habitación en Nueva York, 1932.

 

Hopper  describe esta habitación neoyorkina en el momento de la caída de la noche. La luz artificial y mortecina de un interior burgués define y caracteriza la situación: ni quienes son los personajes, ni su profesión o su biografía son importantes. . Lo que importa es la atmósfera pesada que lastra los movimientos de la pareja, el malestar y la tensión soterrados, la incapacidad de moverse o hablar. Y esa movilidad espesa está transferida a una construcción rigurosa de formas macizas y tranquilas, desplegando una realidad pictórica nacida de los espacios de luz y color, sin detenerse en detalles ni pormenores; una construcción en la que la arquitectura interior (paredes, puertas, marco de la ventana, piano, velador central) adquiere una existencia tan independiente como la de los individuos. Este comercio entre las cosas y la luz dorada, entre los colores y los actores, entre el mobiliario doméstico y sus contornos precisos, entre las masas de luz y el mundo sólido, sustrae a la situación de toda tentación descriptiva, la libra de la trama de relaciones utilitarias en la que ordinariamente está pensada y somete al cuadro a un orden abstracto de gran limpieza formal, para recomponer lo que los hombres sienten en lo más hondo de si mismos (Oficina de provincias, 1953).

 

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Oficina de provincias, 1953.

 

Hopper profesó durante toda su vida una honda admiración por Dégas. Había conocido su pintura en sus largas estancias en París, a los veintitantos años, experiencia de la que nunca dejó de sentir nostalgia. Bajo su influjo, pinta sus primeras obras, de corte experimental, asimilando procedimientos pictóricos que desconocía y que le atraen: «Nunca me he sentido mejor», escribe a los suyos en 1907. Es de Dégas de quien aprende a aproximarse al mundo a través del ojo con una técnica precisa y neutral (Entrando en la ciudad, 1946).

 

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Entrando en la ciudad, 1946

 

Como Degás, Hopper inventa un modo insólito de mirar. Insólito y «extranjero», pues preserva siempre una distancia y enmarca la escena como podría observarla un extraño. Para ello introduce un motivo recto y horizontal, que resalta la separación entre el exterior y el interior, y crea una atmósfera de indiscreción que convierte al espectador en espía, como en Vermeer (cuando éste captura la entrega de una carta a través de una puerta entreabierta); o como una técnica cinematográfica de la «cámara subjetiva», que introduce en el encuadre la mirada de un observador que invade las vidas privadas y las sorprende en un momento de abandono o de supresión mental (por ejemplo cuando avanza por entre las mesas de un restaurante (Automat, 1927).

 

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Automat, 1927.

 

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