El escritor V. Segalen, que visitó la cabaña de Gauguin en Autona en 1904, dijo de él: «Gauguin fue un monstruo, y lo fue al completo, imperiosamente». Es muy cierto. La vida de Paul Gauguin (1849-1903) nunca se adaptó a lo que se esperaba él. Parece un continuo hundimiento. Nacido en Perú, donde pasó su infancia (país que siempre recordó con la nostalgia de una herencia perdida), fue marino y agente de Bolsa, hasta que un crack en 1882 le hizo perder su trabajo. Entonces, se decide a vivir sólo su afición a la pintura, nacida bajo el influjo de los  impresionistas.

Abandona a su familia, a costa de ahogar, como dice, «su mitad sensible», el amoroso sentimiento paterno, para que su «mitad india» pueda proseguir su vocación. Sin embargo, llevará siempre una vida vagabunda y, a pesar de su búsqueda incesante, nunca encontrará el paraíso.  Como dice el epígrafe añadido al autorretrato de 1896, siempre vivió «cerca el Gólgota».

 

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Árboles azules, 1888.

 

«La región es magnífica: las vallas de piedra hacen resaltar los campos que circundan; forman límites de color rojo, verde, violeta según el clima, la época el año, la hora del día; los árboles se destacan negros sobre el cielo, el abeto traza una línea recta, la encina sin ramas evoca animales fabulosos, la roca, por el roce constante del oleaje, adquiere la forma de desconocidos monstruos que quizás un día albergó, el borde de una ola forma un arabesco blanco sobre el azul del mar. Toda la naturaleza ha hablado de los artistas y les ha dicho: ved la sencillez de los medios que he empleado para mostrar la belleza y la grandeza».

Esas palabras de A. Seguín, pintor que convivió con Gauguin en Bretaña, compendian el ideal de esta generación de pintores visionarios y ambiciosos: la búsqueda del paraíso, la intensidad de un paisaje y la reinvención de la pintura (Playa de le Pouldu, 1889).

La generación de Gauguin fue la primera en romper con la tradición, la que emerge del Partenón, incapaz de producir un arte que no fuese insípido y descolorido, y en remontarse mucho más atrás (histórica, psicológica y estéticamente) para encontrar las fuentes originarias del arte. Esta tentación de lo primitivo era muy genérica: podía encontrarse en las márgenes de la Europa industrial o en el trópico, en el corazón de África, en Altamira o en Egipto.

Significaba en cualquier caso, el reencuentro con la vida primaria o natural, la tierra madre, la provincia, la inocencia de la infancia, el balbuceo del lenguaje, el paraíso salvaje, la Edad de Oro. Y en el arte, la pintura sin academia, Esto era lo que Gauguin buscaba en Bretaña y luego, en Polinesia: una belleza salvaje y sin educar, un ideal de vida serena y fuerza vital, una fe sencilla y profunda.

 

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Marina con vaca al fondo del abismo, 1888.

 

Para alcanzar esta esencialidad, Gauguin impone a la pintura una serie de renuncias: renuncia al color local, es decir, al color real de los elementos del paisaje, en favor del color imaginario; renuncia al modelado clásico, aplastando los volúmenes de las rocas y eliminando su espesor hasta convertir el cuadro en una pantalla coloreada; renuncia a la idea de profundidad espacial, levantando la línea del horizonte tan arriba que desaparece por encima del límite superior del cuadro, a favor de una perspectiva «en cascada», en la que la vista se derrama desde el mar hasta la vaca, perdida en el fondo del valle.

En 1886, descorazonado y sin recursos, abandona París. Gauguin ha comprendido dos cosas a la vez: la represión de los sentimientos humanos por el convencionalismo burgués y la incapacidad del impresionismo para «penetrar en el centro misterioso del pensamiento». En busca del mundo más sencillo, viaja a Bretaña y se refugia en Pont-Aven, un pueblecito frecuentado por pintores, y pasa alguna temporada en Le Pouldu, localidad costera que inspira entre otros cuadros, esta marina.

 

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Playa de Le Pouldu, 1889.

 

La comunidad artística le dispensa una acogida balsámica: «Todos los artistas me temen y me respetan; nadie se resiste a mis convicciones». 1888, pasado en Bretaña, es su mejor año, por lo que supone en su maduración como pintor, por su prodigiosa y febril productividad y porque descubre un camino original que nunca ha sido transitado por alguien: el de un nuevo primitivismo.

Este paisaje manifiesta la voluntad de Gauguin de instaurar una noción decorativa de la pintura, donde lo que importa es la armonía de los colores dispuestos sobre la superficie de la tela, de acuerdo con cierto orden. Gauguin y su círculo llamaron a este modelo artístico sintetismo. Sintetizar para ellos, significaba simplificar, no en el sentido de «suprimir» partes del objeto, sino en el de «hacer comprensible».

Era, pues, someter el cuadro a un único ritmo, a una dominante, que condensase la idea primigenia, buscando un efecto de armonía que fuese más allá de la fidelidad a lo visible. La Marina, con su vaca perdida en el abismo, no es un cuadro-imitación, sino un cuadro-símbolo, lleno de magia y misterio como una leyenda popular, a años-luz de París y del positivista siglo XIX; en suma, el escenario de un cuanto de hadas (Juego danzando de tres niñas bretonas, 1888).

 

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Juego danzando de tres niñas bretonas, 1888).

 

El pintor debe pintar como un salvaje, basándose en su instinto. Este principio tomó cuerpo en una anécdota, sucedida en 1888, que se ha convertido en una leyenda en la historia de la modernidad. En un paseo por un bosque de Pont-Aven, para hacer comprender a un joven artista, Paul Séruiser, los principios de la pintura, Gauguin le induce a pintar sobre la tapa de una caja de cigarros el paisaje que tiene ante sí. «¿Cómo ve usted ese árbol?, le preguntó. ¿Es verde? Pues ponga el mejor verde de su paleta. Y esa sombra ¿es más bien azul? Pues no tema pintarla con el azul más intenso». Aplicadamente, Sérusier fue extendiendo manchas de colores tal como salían del tubo, sin mezcla. No se trataba de una simple receta; era un «talismán». El joven se llevó a París el cuadro, y allí se convirtió en un objeto de culto para sus amigos pintores de la Academia Julian, que más tarde se darían a conocer como el grupo de los «nabis».

 

P. Sérusier, El bosque del Amor, 1888.

 

«Un kilo de verde es más verde que medio kilo». La frase, encontrada por Segalen en los cuadros de Gauguin, defiende una idea importante de la pintura moderna: la imoprtancia de la cantidad. Gauguin será el colorista más exuberante y refinado de su generación, el más desafiante. Nunca nadie había extendido esas amplias capas uniformes y saturadísimas de anaranjado y verde veronés, de azul cobalto y violeta, como grandes charcos de materia cromática aplicada directamente del tubo. Enemigo de las mezclas cromáticas y de los toques de pincelada pequeños, sabía que cuanto más se descompone un color en pequeñas unidades, más gris y confuso se vuelve, pues dos olores mezclados entre sí, además de dar un tercer color, dan una considerable suciedad. Sólo el color puro conserva su fuerza, que se potencia si se rodea de una línea de azul Prusia. Gauguin adoptó este recurso inspirándose en la vidriera gótica, en la que la suntuosidad del color puro se extiende en amplios campos, bordeada de los cloisons, o cercos de plomo, que sujetan el vidrio y siluetean la forma.

 

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La lucha de Jacob con el ángel, 1888.

 

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